
Crónica de un Amor Forjado
en el Tiempo
En los días antiguos del mundo, cuando el sol aún se alzaba joven sobre los tejados de la juventud, dos almas errantes se encontraron por vez primera. Eran apenas adolescentes, y su encuentro fue como el cruce de dos estrellas fugaces en el firmamento: breve, brillante, destinado. Sus miradas se entrelazaron en un instante fugaz, y aunque sus corazones sintieron el leve temblor del destino, ninguno de los dos supo entonces que había hallado al amor de su vida.
Mas el tiempo, caprichoso tejedor de historias, no los unió de inmediato. Pues en aquellos años primeros, ellos eran como arqueros ciegos que rehuían las flechas de Cupido, jugando al escondite con su propio destino. Y aunque compartían pasiones y mundos —tierras de anime, disfraces de héroes, reinos de videojuegos— decidieron ignorarse, como si temieran el poder de aquel vínculo aún no nacido.
Pasaron estaciones. Y con ellas, llegó una era distinta. Ya no eran extraños, sino compañeros de risas, de momentos compartidos y silencios compartidos. Sin embargo, la duda era un muro alto entre ambos corazones. “¿Cómo podría él fijarse en mí?”, pensaba ella. “¿Acaso le intereso?”, murmuraba él. Y así, mientras los vientos del amor soplaban suaves, Cupido, exhausto de tanto malgastar sus flechas, abandonó la contienda y se retiró en silencio, buscando descanso.
Hasta que, en el ocaso de una temporada, tras uno de esos encuentros en un salón del manga, algo cambió. Un año más tarde, durante una gran reunión conocida como la Euskal Encounter, la doncella —ya iniciada en muchos saberes— sintió el anhelo de adentrarse en los mundos del rol. Y recordó al joven sabio en esa materia, aquel que tantas veces había visto entre los pasillos del destino. Así fue como le escribió, llamándole con palabras sinceras, y le propuso un encuentro.
Y desde aquel día… no dejaron de encontrarse.
Primero fueron domingos de aventuras. Luego vinieron los viernes de historias compartidas. Después, los sábados de complicidad. Y, como en todo relato que sigue el curso natural del corazón, aquellos encuentros se volvieron frecuentes, constantes… sagrados.

Érase una vez un chico que amaba a una chica, y su risa era una pregunta que quería pasar toda su vida respondiendo.